20111229

Ausencia Intervenida.


Desde mi vuelta a la realidad apenas he tenido tiempo para llevar a cabo los planes que urdí desde la molicie "desconfiada". Sucede por lo regular de esta manera: el espacio y el tiempo nos parecen vastos, casi infinitos a la distancia, y más tarde, cuando hemos llegado al fin al lugar dispuesto para que todo transcurra con naturalidad, nos topamos con un escenario farragoso e intratable. Puedo, para fines imprácticos, separar mis planes no cumplidos en dos grandes grupos: los compromisos ineludibles y las cosas que importan de verdad. No hay distancia palpable entre ambos: escribir, por ejemplo, había caído en las manos del abandono involuntario sin que hubiese nada más en común con otros tantos propósitos de muy distintas complexiones, que el haber corrido con idéntica suerte. He aquí que un fenómeno se convierte en obsesión. La nostalgia con intereses y ese prolongado novenario del acogimiento han devenido en el rehús de una "borrachera" de muchos días: el resacón anímico, la grasa aérea y los heraldos prietos de la bienvenida han podido más con mis células que la sospecha de un jetlag interminable. Pese a todo, (o precisamente por ello) sigo procrastinando. No he tirado las cosas que van para "el funeral" –que promete convertirse pronto en un foco de autocrítica y autocondolencia– ni mucho menos he conseguido que me cambien el horario escolar que aseguro será distinto al año que viene. Iba también a operarme los ojos (la miopía se ha vuelto una tormenta de nieve), a vender una esclava de oro que heredé de un tío que fue cinturita (no estoy interesado en quedarme manco), y a ponerme al día con la nueva mudanza (que está dando muestras claras –al menos en lo que a mi morosidad corresponde– de ser una de las pocas cosas que me ayudarán a despejarme y a empezar mis planes tranquilamente).



Debería empezar a idealizarme que dejar ir las cosas, es más sano cuando un pelangoche me lo recomienda, que cuando se me forza a hacerlo para continuar con mi vida.



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